Los posibles cruces entre las tres escritoras son analizados en la reciente biografía realizada por Liliana Viola sobre la autora de "Las primas".
Por Carla Duimovich
Me reencuentro con Violette Leduc en el último libro de Liliana Viola titulado “Esta no soy yo” (Tusquets), una biografía sobre la escritora platense Aurora Venturini. Un trabajo extraordinario, difícil. Los buenos periodistas saben cómo seguir las pistas, unir cosas imposibles, pero con el caso de Venturini, Viola tuvo que emprender una tarea fuera de lo común, por tratarse de una escritora que esculpió ella misma y a conciencia el misterio de su vida, y de la cual se ignora tanto como se sabe o se sospecha.
Aurora Venturini es una creencia, un mito; una mujer que existió, que hizo tantas cosas y se le adjudican tantas otras que no se sabe y ya no podemos pretender saber; una escritora reconocida a sus 85 años, cuando publicó “Las primas” en el 2007 después de ganar el premio Nueva Novela y teniendo en su haber alrededor de 45 libros y una historia impresionante. Comienza diciendo: “Mi mamá era maestra de puntero”.
Liliana Viola (la primera en anunciarle telefónicamente el premio por “Las Primas” y quien, finalmente, fue la custodia de su obra) logra con mucho ingenio sumergirnos en el universo Venturini, seduciéndonos entre posibles verdades y sus grandes mentiras. Indescifrable, misteriosa, vasta, Aurora se construyó libro a libro, entre anécdotas de infancia durante la Década Infame, los poemas de amor a un profesor, su amistad con Evita, la relación con Ionesco, las clases de Psicología, el exilio en París a causa del Golpe del 55, la Ciudadanía Ilustre de La Plata, su amistad con Simone de Beauvoir y la convivencia con Violette Leduc.
Leer “La bastarda” en el capítulo diecisiete del libro de Viola no fue sorpresa. Me pareció soberbiamente lógica, posible, la amistad entre Leduc y Venturini, ya sea que haya ocurrido en el plano de lo “real” o en las fantasías de Aurora, el encuentro es hermoso con solo pensarlo. Hay algo muy genuino que las une, algo en sus obras, en sus modos de ser escritoras, en la destreza para relatar la cotidianidad desviada, normalizándola; en el enojo por ser ignoradas, olvidadas, menospreciadas; en la frescura, en el tono, para decir sin pelos en la lengua lo que sea que sienten o piensan. Cuando escribo que el nombre del capítulo de Viola no me sorprendió es porque fue más que eso, me empujó brutalmente a otro tiempo, a uno que me inició como lectora cuando era muy joven y ahora vuelve, mejorado, con entero goce y adosado a otra escritora que admiro.
“La bastarda” es el sexto libro escrito por Violette Leduc, publicado en Francia en 1964. Se trata del libro más vendido de la autora y uno de los pocos traducidos al español. Llegó a la Argentina dos años más tarde en una edición de editorial Sudamericana con prólogo de su mesías y amiga Simone de Beauvoir. En la biografía de Venturini, Viola elige con mucha claridad el título “La bastarda”: “Con su experiencia de una infancia desdichada, las experiencias de los poetas malditos y de su amiga Leduc, consigue volverse, y creerse, un auténtico monstruo. Soy una minusválida física y mental, una especie de leve lunática.” La biógrafa también afirma que “observa y copia”.
Aurora adopta el “estigma” de ser una bastarda como Leduc y escribe sobre los personajes de su infancia con la misma alevosía, inventando enfermedades y hermanos muertos para después decir que todo eso fue verdad y, más tarde, que no, que algunas cosas sí y otras no.
Viola escribe: “Decía Simone de Beauvoir de Leduc lo mismo que podría haber dicho de Venturini: ‘Leduc no quiere gustar, no gusta y hasta aterroriza’. Incluso se “apropia” de las experiencias lésbicas de Violette a pesar de su profundo cristianismo: “quien quiera encontrar lesbofobia en la obra de Venturini tendrá ejemplos; quien busque todo lo contrario también”, afirma la periodista.
No sabemos a ciencia cierta cuánto tiempo existió la dupla Venturini/Leduc. Según la información que consiguió contraponer Viola, la autora de “Las primas” no tuvo un “largo exilio” en París (ha llegado a decir que fueron veinticinco años). Sí es cierto que viajó en muchas ocasiones a Europa, pero su exilio del 55 se verá reducido “a poco menos de un año entre 1956 y 1957”. “La bastarda” de Leduc aún no se había publicado, Aurora conocía para entonces “La asfixia” (1946), “La hambrienta” (1948) y “Estragos” (1955), libros poco aceptados, censurados. En el segundo, escribió: “Mi fealdad me aislará hasta la muerte”. Leduc quería existir, Aurora también.
Simone de Beauvoir va escribir más tarde en su autobiografía: “Nos paseábamos un día por los senderos de Bagatelle, al sol, entre los canteros de tulipanes y jacintos, y soñábamos con el éxito (…) A algunos críticos les gustó Ravages y lo dijeron, pero el público no lo compró. “Soy un desierto que monologa”, me escribió un día Violette Leduc. Por lo general, la literatura traiciona la aridez al querer evocarla y el lector se pasea con comodidad por paisajes de tonos matizados. En el caso de ella, su desierto permanecía desnudo bajo el resplandor de las palabras, erizado con piedras y espinas. Ése era su mérito, pero también el motivo de su fracaso. Ésto la sumió en un gran abatimiento”. Y, también, para el prólogo del libro de su amiga: “El prójimo siempre la frustra, la hiere, la humilla. Cuando se codea con la gente, sin ayuda, cuando trabaja y tiene éxito, la alegría la transporta”. Precisamente, lo mismo podría haber dicho sobre Venturini.
Cuando le muestran una foto de Leduc durante una entrevista para el libro, Aurora Venturini, la maldita, escrito por José Tcherkaski y María José Seoane, afirma: “Nos parecíamos bastante. Nos parecíamos mucho. De cara soy mucho más linda yo. Pero mirá las piernas, me parezco. Ella lloraba siempre. Yo también estaba mal”. Y cuando le preguntan cuánto tiempo vivió con Violette, responde: “Ella no estaba nunca. Se iba. Un día estuvo cuatro días sin volver. (…) El que sabía más o menos donde podía estar era Ionesco, que era muy amigo. Al final estaba en un burdel. Después no volvió, parece que no le fue bien. (…) Le habían dado una paliza tremenda. No sé si fueron los ladrilleros o la mujer… Lo cierto es que llegó al departamento y me pidió una taza de chocolate y lloraba encima de la taza. La madre no la había querido”. No podemos saber cuánto de verdad hay en estas anécdotas. No existen fotos ni testimonios que confirmen su amistad.
Parte del encanto de Venturini es que mantuvo (y mantiene) sobre ella el manto del misterio; era medio bruja. Y tenía, también, esa honda capacidad del poeta para dar vida a los detalles y a las cosas: “lloraba encima de la taza” seguido de “la madre no la había querido” es un exquisito comienzo de libro (uno de ella o de Leduc, claro), una frase que pronuncia así nomás, como si dijera qué frío hace.
Ambas daban vida a los detalles, a las personas invisibles, a las cosas. Pero si había un aspecto que las diferenciaba, ese era la inocencia. Los amigos de Leduc coinciden en que su escritura era honesta y contundente porque la envolvía una inocencia fuera de lo común: aunque desconfiada, podía ser entusiasta, feliz, le dolía la traición, buscaba el amor, lloraba como una criatura. De Aurora podemos decir mil cosas, inocente no es una de ellas.
Sin embargo, hay quienes dicen haberla visto feliz y muy enamorada, aunque más tarde ella haya buscado negar a base de historias todas estas alegrías. En el libro de Viola se lee: “En París, estando yo exiliada de mi país en el año 56, Violette Leduc un 25 de mayo me preguntó: “¿cómo hace para no llorar?”. Respondí: ‘Pienso en otra cosa'”. ¿Será que habrá intercambiado con Leduc el dolor por su patria peronista? Cuando Tcherkaski y Seoane le preguntan si vio la película “Violette” (2013), ella responde que no, “no la quiero ver”.
Violette Leduc y Simone de Beauvoir
Podemos decir que la película es más o menos fiel a lo que se conoce de la biografía de Leduc, aunque busca sacarle jugo al profundo amor que sentía por de la escritora (Venturini niega que se hayan acostado), por Hermine y por Gabriel. Relata cómo Violette busca coincidir con de Beauvoir en el Café de Flore. La persigue hasta su casa y le entrega el manuscrito de “La asfixia”. Esto no fue tan así. En “La fuerza de las cosas” (Sudamericana, 1964), Simone relata: “Durante el otoño encontré en la cola de un cine de los Champs Elysées, en compañía de un amigo en común, a una mujer grande, rubia, elegante, de cara brutalmente fea, desbordante de alegría: Violette Leduc. Algunos días más tarde me dio un manuscrito en el “Flore”. “Confidencias de una mujer de mundo”, pensé. Abrí el cuaderno. “Mi madre nunca me dio la mano”. Leí de un tirón la mitad del relato (…) ; no sólo tenía talento sino que sabía trabajar. Le propuse la obra a Camus; aceptó inmediatamente. Cuando ‘L’Asphyxie’ apareció (…) valió a su autora entre otras, la amistad de Jean Genet y la de Jouhandeau. De hecho, Violette Leduc no tenía nada de una mujer de mundo; cuando la conocí se ganaba la vida yendo a buscar carne y manteca a la granjas de Normandía y llevándolas a París con su propio esfuerzo; muchas veces me invitó a cenar en restaurantes del mercado negro que ella abastecía; era alegre y a menudo divertida y bajo una apariencia de franqueza, era algo violenta y desconfiada; me hablaba con orgullo de sus negocios, de sus duras caminatas a través del campo, de los bares de pueblo, de los camiones, de los trenes negros; naturalmente se trataba de igual a igual con los campesinos, los carreros, los vendedores ambulantes. El que la había entusiasmado en escribir era Maurice Sachs, con quien había estado muy unida. Vivía en una gran soledad”.
En el 63, Simone de Beauvoir publica “La fuerza de las cosas”. Se trató del tercer volumen autobiográfico luego de “Memorias de una joven formal” y “La plenitud de la vida” y abarca de 1944 a 1962 a modo de diario, a veces incluso demarcado día por día: un gran tomo íntimo sobre su cotidianidad, trabajos, salidas, encuentros y reflexiones sobre los escenarios políticos y culturales de Francia, Cuba, Argelia, Brasil, Rusia; intercambios filosóficos, militancia y debates con Sartre; pasiones, viajes, amores, tristezas. A pesar de tratarse de los mismos años coincidentes con su exilio, en ningún momento de “La fuerza de las cosas” se la nombra a Aurora Venturini.
En el mismo año en que se publica el tercer tomo, la autora de “El segundo sexo” escribe el prólogo para “La bastarda”. Por tratarse del mismo período, se encuentra relación entre éste y el título de su tercera parte autobiográfica. En el prólogo: “‘Traeré a la superficie el corazón de cada una de las cosas’. Cuando la ausencia la destroza, se refugia junto a ellas: son sólidas, reales y tienen una voz. A veces se enamora de objetos bellos y extraños. Un año trajo ciento veinte kilos de piedras del color de la aurora sobre las que los fósiles habían dejado su huella”.
Se trata de un bello y extenso prólogo, en donde no sólo se transparenta el cariño hacia Leduc sino la profunda admiración por la manera en que tenía de detenerse frente a las cosas y sacar a la superficie sus bellezas (“el calor” de veinte kilos de piedras color aurora) y entregarlas para que las conozcamos, con sus oscuridades y precipicios, a pesar del peso de las piedras y de la luz grabada en la melancólica superficie del pasado. “Cuando creía morir, la noche siguiente a su aborto, apretaba con amor la perilla de la lámpara colgada sobre su cama. “No me dejes, perilla querida. Eres mofletuda, y yo me apago con una mejilla en el hueco de mi mano, una mejilla barnizada a la que doy calor.” Nos hace ver las cosas porque sabe amarlas: nadie nos había mostrado antes que ella las lentejuelas que brillan, incrustadas en las gradas del subterráneo”, describe de Beauvoir.
En la biografía sobre Aurora, Viola nos narra cómo también ella amaba a los objetos, los traía a la vida, sacaba del horror objetos de cariño. Durante un periodo oscuro en la historia de nuestro país, Aurora se obsesiona con coleccionar muñecas, les habla, les dedica una habitación de la casa: “juega a devolverles los nombres y las almas a sus alumnas y alumnos desaparecidos (…) se vuelve madre por primera y única vez”.
Hay muchas frases de Beauvoir sobre Leduc que podemos adjudicar a Venturini: “Aunque enamorada de lo imposible, Violette Leduc no ha perdido contacto con el mundo”, “Su principal heroína es ella misma”, “Todos los libros de Violette Leduc podrían llamarse ‘La asfixia'” y “Todo escritor que habla de sí mismo aspira a la sinceridad”.
En su diario, Simone de Beauvoir nombra a alguien con las iniciales V. L. que coinciden con las descripciones que hace de Leduc. Era común que acudiera a ella desolada para contarle lo que había visto, lo que había oído: “Extraña velada; V.L. llega y cae en mis brazos: “Chantal ha muerto!” (…) Chantal tenía quince años, muchísimo pelo, tres agujeros en el corazón, permaneció veintiséis horas en la mesa de operaciones y murió esta mañana, desangrada.(…) V.L. cuenta historias siniestras pero que no me conciernen y me impiden pensar en lo que me atañe”. Otras veces, salen de paseo juntas, en silencio. Ya no es la Violette buscando coincidir en el Flore con la escritora feminista del momento. Llegan y se van juntas. Observan. Escriben. “Gente por todas partes, ni un lugar en la vereda de “Deux Magots”; nos sentamos en la del “Royal” y nos quedamos casi dos horas sin hablar, mirando. Mirábamos los vestidos de las mujeres, extravagantes, los rostros, hasta el infinito, y sobre todo los autos que iban y volvían, llenos de mujeres arrogantes y hombres regocijados (…) Pegada a mi silla, al lado de V.L., me sentía vacía, íntegramente poseída por esa bella noche sin cielo (las luces lo devoraban) en la cual, en suma, no pasaba nada más, ya que todo estaba consumado, pero en la cual se desenmascaraba algo odioso con los automóviles brillosos, las damas y los caballeros triunfantes”.
“Las amigas” (*) observaban a las personas y a las cosas, pretenden advertirlas sin mucha dificultad, aprehenderlas, nombrarlas; absorber su calor, traerlas a la superficie. En “Trésors à prende” (1960), Violette Leduc escribe: “Llegaba hasta el extremo de mis fuerzas: por fin yo existía”.
(*) “Las amigas” (2020, Tusquets) es la última novela (publicada) de Aurora Venturini.